Felipe IV, el injustamente tildado como rey pasmado, hablaba italiano, español, aragonés, catalán, portugués y francés. Leyó biografías de Fernando el Santo, Alfonso el Sabio, Fernando IV, Alfonso IX o de Juan I y documentos manuscritos de los Reyes Católicos y Carlos V. Conocía la historia de las Indias, de Flandes, Francia e Inglaterra. Se codeaba con Salustio, Tito Livio y Tácito. Y no fue, además, una excepción en la lista de los Austrias que gobernaron, con mayor o menor suerte, el inmenso imperio hispánico. En contra de lo que pueda creerse, esta dinastía pergeñó un profundo proyecto educativo para sus integrantes, iniciado con Isabel I antes de la entronización del primer Austria, con el fin de conseguir la formación de los mejores reyes, reinas, infantes e infantas de Europa. Otra cosa es que lo consiguieran, como fue el caso del malogrado Baltasar Carlos, a quien su progenitor, Felipe IV, intentó darle también la más delicada educación posible, como Isabel la Católica había hecho con su hijo Juan y con todas sus hijas.
Cuando el príncipe Baltasar Carlos murió (1629-1649), sus anaqueles personales incluían cientos de volúmenes de las más dispares materias literarias, filosóficas o científicas. El bibliotecario Francisco de Rioja redactó una relación de ellos: 34 crónicas universales, 53 historias de España, 13 leyes del Reino, 36 historias de ciudades, 31 de las Indias, 15 de Inglaterra, 21 libros de medicina y cirugía, 78 de filosofía natural y moral, 21 obras de poetas latinos, 14 de españoles, 24 de cosmografía y geografía, 33 diccionarios, 38 de poliorcética y fortificaciones... Desvela esta interesante faceta de los Austrias el historiador Alfredo Alvar Ezquerra (Granada, 1960) en su Espejo de príncipes y avisos a princesas (La educación palaciega de la Casa de Austria), editado por la Fundación Santander, y del cual se puede descargar gratuitamente un podcast.
Escribe Alvar que “la Casa de Austria tuvo por norma el que los padres reyes dejaran unos fabulosos escritos sobre la educación de los niños príncipes. Lo hizo Carlos V, lo hizo Felipe IV. Además, no sólo eran los escritos de su puño y letra dedicados a sus hijos, sino que oficialmente se redactaban instrucciones sobre el qué, el cómo y el cuándo educar. Pero lo más fascinante de este proceso está en el papel que desempeñaron las madres: ellas asumieron unas funciones de primera magnitud”.
Fue Isabel, la reina católica, quien tuvo la primera idea de montar una escuela en palacio regida por humanistas italianos que habían llegado a Castilla cargados de libros; “de tal manera, que en los reinos europeos se admiraban las enseñanzas a los vástagos reales y aristocráticos”. La escuela se mantuvo, con sus vaivenes, a lo largo de todos los reinados Austrias, aulas en las que las reinas elegían no solo a los maestros, sino también a los alumnos. “La Casa nos legó fabulosos escritos sobre la educación de sus príncipes, dedicados de puño y letra por los padres reyes a sus hijos”, afirma el autor.
Antes de comenzar la formación primaria, a los niños y niñas de la escuela palatina de los siglos XV y XVI (lo que hoy sería algo equivalente a los párvulos) se les daba las primeras lecciones del trivium (gramática, lógica y retórica) y se les adentraba en seis autores clásicos: Catón, Teodulo, Aviano, Maximiano, Estacio y Claudiano. ¿Y quién les introducía en estos saberes? “Cuando había sonidos de boda, o de parto, muchos aspirantes [a maestro] publicaban sus libros sobre las materias de trivium o quadrivium [aritmética, geometría, música y astronomía] o de nuevos métodos de enseñanza, con la esperanza de reunir así más méritos para poder ser nombrados maestro del príncipe o del infante de turno”.
Así, eruditos como Antonio de Nebrija, Fray Antonio de Guevara, Juan Martínez Silíceo, Juan Luis Vives, Alonso Ortiz, Francisco de Monzón o Juan de Icíar entraban en el elenco de formadores de los príncipes y princesas de España.
Isabel I ―la que supuestamente no se lavaba la camisa más que de año en año, pero hablaba latín― acumuló una biblioteca de 733 volúmenes tanto impresos como manuscritos en español, latín y árabe. Se sabe que en su biblioteca se atesoraban obras gramaticales y lexicográficas de Aristóteles, Tito Livio, Cicerón, Plinio, Virgilio, Salustio, Terencio o Esopo. “El uso que se hiciera de estos libros es harina de otro costal, pero, al menos, los conservó para sí y para el uso de los humanistas [los que enseñaban a sus vástagos] hasta el fin de sus días, sin contar “su laxitud” al poseer obras de los renacentistas Poggio Bracciolinio y Boccaccio. Como escribió sorprendido el viajero alemán Jerónimo Münzer: “Parece mentira que una mujer pueda entender de tantas cosas...”.
El Felipe II niño llegaba a clase aseado, vestido y peinado. Su maestro, el cardenal Silíceo, rezaba con él y sus compañeros y posteriormente desayunaban. Acudían a la escuela hasta la hora de la comida, tras la que había un tiempo de juegos. Por la tarde se reemprendían los estudios hasta la hora de la esgrima, la caza o la monta bajo la supervisión de un ayo. Terminadas las actividades, se cenaba y se volvía la cama hasta el día siguiente. El profesor les enseñaba en sus primeros años a leer, hablar y escribir latín, castellano, alguna lengua extranjera y fundamentos de aritmética, geografía e historia.
Cuando el 24 de julio de 1568 falleció con 23 años el príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, acumulaba 176 libros en todas las lenguas cultas, excepto en inglés. El 41% eran de historia, crónicas, arqueología, biografías, hagiografías, poemas, obras políticas y descripciones de formas de gobierno. El 20% correspondía a temas de religión, el 10% a lecturas clásicas, el 8% a geografía, el 6% a medicina, botánica y matemáticas, y el 15% a economía, diccionarios y arte militar. “Se podía afirmar”, dice el autor, que al príncipe le movían la inquietud por saber en qué mundo vivía y qué mundo iba a tener que regir. No estaba retraído ante lo se le iba a venir encima algún día”.
Felipe II escribió un delicado epistolario a sus dos hijas, Isabel Clara Eugenia (17 años) y Catalina Micaela (de 18), una obra “fabulosa”, describe Alvar. “Se trata de cartas íntimas, personales y privadas, llenas de guiños, bromas y sentido del humor, pero también mostrando preocupaciones humanas, sus entretenimientos, desvelos, añoranza o felicidad, en las que les habla de forma natural de la vida, incluidos los ciclos menstruales”. “Dan la imagen de un hombre bueno, frente al demonio del sur tan cacareado por leyendas negras, liberalismo, conformismo y otros”.
Como concluye Alvar: “Cuando se leyeron esas cartas en el siglo XIX, naturalmente se pusieron en tela de juicio todos los tópicos sobre el rey monstruoso de la leyenda negra. Pero este es un tema que da mucha pereza y fatiga volverlo a tratar”.
‘Espejo de príncipes y avisos a princesas’. Alfredo Alvar Ezquerra. Editorial Fundación Banco Santander, 2021. 252 páginas. 20 euros.
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