La Gran Bretaña Global (Global Britain) soñada por Boris Johnson, libre finalmente de las “cadenas” de la Unión Europea para convertirse en un nuevo actor comercial internacional, acabó 2021, el primer año de Brexit sin condiciones, mendigando a regañadientes que los camioneros comunitarios acudieran a trabajar al Reino Unido. Entre otras cosas, para abastecer de combustible las gasolineras, en las que centenares de conductores británicos se habían visto obligados a hacer cola durante horas.
La pandemia no entiende de excepciones, y el Reino Unido se vio obligado a responder a una amenaza histórica con la misma aceleración del gasto público que el resto de los países europeos. La remontada de la crisis, sin embargo, que podría haber sido más ventajosa por las características económicas del país, se vio frenada por los problemas surgidos de una salida de la UE para la que muchas empresas, atareadas en sobrevivir al coronavirus, no tuvieron tiempo para prepararse, ni recursos u orientación legal para hacerlo.
El año 2021 ha sido de transición en muchos sentidos. La pandemia frenó el comercio internacional durante la primera mitad y suavizó los efectos del Brexit. Y el Gobierno británico introdujo flexibilidad en muchos de los controles aduaneros de los productos importados desde la UE. A partir del 1 de enero de 2022, aunque algunos controles de seguridad sanitaria y fitosanitaria para productos agrícolas se han vuelto a prorrogar por unos meses, las declaraciones de aduanas deberán liquidarse por adelantado. Un 50,3% de los empresarios consultados por el Instituto de Exportaciones y Comercio Internacional del Reino Unido (IOE&IT, en sus siglas en inglés) muestran su falta de confianza en que esta transición se realice sin problemas. “El año pasado fue de adaptación para todas aquellas empresas británicas que comercian con la UE, y en los últimos 12 meses han ido adquiriendo de nuevo confianza en estos intercambios, pero porque han podido comenzar a recibir entrenamiento y formación”, asegura Marco Forgione, director general de IOE&IT.
Existe un consenso entre los economistas de que el Brexit ha sido una mochila demasiado pesada, en el momento menos conveniente. Nadie es capaz aún de vaticinar con certeza cuál será su incidencia —negativa o positiva— en el futuro económico del país. La Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR, en sus siglas en inglés) ha cifrado en un 4% el impacto negativo sobre el PIB que tendrá el Brexit a largo plazo. “Por comparar, creemos que el impacto de la pandemia añadirá al crecimiento económico un descenso de otros dos puntos porcentuales”, aseguraba Richard Hughes, director de la OBR, a finales del pasado octubre.
Nadie es capaz de definir con exactitud ese “largo plazo”, pero no hay discusión en el hecho de que la salida de la UE ha incorporado una serie de desventajas a la respuesta británica a la crisis. En condiciones normales, el Reino Unido, con una ciudadanía informada y acostumbrada a las reglas de la economía —capaz de entender, por mucho dolor que provoque a su bolsillo, que un exceso de demanda dispare el precio del gas o la electricidad—, y con un mercado flexible y ágil, estaba en disposición para haber sido uno de los mejores países en responder a la crisis y salir de ella.
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Resultados mediocres
La revolución en su estructura de comercio internacional que ha supuesto el Brexit y una nueva política de inmigración trufada de ideología y escasa de sentido común han hecho que el país obtenga resultados mediocres y esté en el pelotón del resto de economías occidentales. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) pronostica un crecimiento de su PIB para 2022 del 4,7%, y del 2,1% para el año siguiente. La previsión para España, por ejemplo, es del 5,5% y el 3,8% respectivamente. Este 2021, el Reino Unido acabará creciendo, según esa misma organización, un 6,9%, frente al 6,8% de Francia, el 5,6% de Estados Unidos o el 5,2% de la zona euro. “Atascada, en vez de disparada”, era el diagnóstico de la economía británica que realizaba en su informe de otoño el Instituto Nacional de Investigación Económica y Social (NIESR, en sus siglas en inglés). “Los problemas de suministro a corto plazo a los que se enfrenta el Reino Unido van a persistir, y muy probablemente se verán agravados por el Brexit. Nuestra salida de la Unión Europea ha provocado una reducción del mercado laboral, ha disminuido los niveles de inversión de las empresas y ha provocado cierta contracción en nuestro sector comercial”, asegura el director del NIESR, Jagjit S. Chadha.
Durante el largo confinamiento de 2020 y parte de 2021, cerca de 1,2 millones de inmigrantes abandonaron el Reino Unido, según la Oficina Nacional de Estadística. Muchos de ellos eran ciudadanos de la UE que decidieron regresar a su tierra con sus familiares, antes que dilapidar sus ahorros en un país cerrado a cal y canto que no ofrecía para ellos oportunidades de trabajo. Gran parte renunció a poner en marcha los trámites que regularizaban su situación, el llamado EU Settlement Scheme (Esquema de Asentamiento de la UE), un proceso al que han llegado a acogerse casi seis millones de ciudadanos comunitarios residentes en territorio británico.
Para todos los que no lo hicieron, la vuelta, una vez superada la pandemia, quedó vetada. El Ministerio del Interior del Reino Unido, dirigido por una mujer con fama de especial dureza y muy partidaria del Brexit, Priti Patel, había aprobado, casi nada más llegar Johnson a Downing Street, una nueva ley de inmigración que acababa con la libertad de movimiento de personas de la UE y endurecía las condiciones de entrada al mercado laboral británico. Quién iba a imaginar que la escasez de mano de obra con la que el mundo comenzó a salir de la crisis del coronavirus, ante un enorme calentón mundial de la demanda y una “gran dimisión” que había provocado que muchas personas abandonaran los trabajos más duros, repetitivos y peor pagados, multiplicaría los problemas en el Reino Unido, que hacía frente a una situación tan constreñida con ambas manos atadas a la espalda.
“A medida que la economía comenzaba a reabrirse, a partir del verano, muchas empresas empezaron a reportar una escasez muy severa de personal”, explican los economistas Yael Selfin y Dennis Tatarkov en el informe Perspectivas económicas del Reino Unido publicado este mes de diciembre por KPMG. “No es un fenómeno exclusivo de este país, pero el Brexit ha podido exacerbarlo. En la eurozona, aproximadamente un 25% de las empresas señalan la mano de obra como un factor que está limitando su producción. Mientras allí pueden echar mano de la flexibilidad que les ofrece el mercado interior, está mucho menos claro que los ciudadanos comunitarios que abandonaron el Reino Unido por culpa de la covid-19 regresen una vez concluya la pandemia”, aseguran. KPMG cifra en 200.000 los ciudadanos de la UE que participaron de ese éxodo. De ellos, 15.000 eran camioneros.
Cuando el Gobierno de Johnson admitió a regañadientes, en medio de la crisis de abastecimiento de las gasolineras, que tenía un problema, y prometió hasta 5.000 permisos de trabajo para camioneros de la UE, apenas nadie respondió a la oferta. En primer lugar, porque duraba dos meses, hasta las Navidades. Y en segundo lugar, inexplicablemente, porque vino acompañada por la amenaza de la propia ministra Patel de que iba a vigilar en corto a los que decidieran acogerse a la oferta, para que no extendieran ni un día más su estancia en el Reino Unido.
Quien dice camioneros dice camareros, matarifes, obreros de la construcción o personal para las plantas de alimentación del país. Es cierto que el Reino Unido arrastraba un problema de décadas de baja productividad, acostumbrado como estaba a un caudal inagotable de mano de obra barata y cualificada, procedente sobre todo del sur y del este de la UE. Cuando, de golpe, el Brexit y la pandemia cerraron el grifo, el Gobierno de Johnson optó por la ideología y decidió buscar el enfrentamiento directo con los empresarios británicos. “Nos hemos embarcado en un cambio de dirección que debíamos haber emprendido hace ya mucho tiempo”, dijo el primer ministro a los miembros del Partido Conservador convocados para el congreso anual de la formación a principios de octubre en la ciudad de Mánchester. “No vamos a regresar al viejo y averiado modelo de salarios bajos, crecimiento bajo, baja cualificación profesional y baja productividad, alimentado y asistido todo ello por una inmigración incontrolada”, aseguró Johnson.
Sin hoja de ruta
Dos meses después, sin embargo, el mismo primer ministro llegaba al congreso anual de la principal patronal del Reino Unido, la CBI, y pronunciaba su ya legendario e infame discurso improvisado sobre Peppa Pig, el personaje televisivo infantil. Más allá de las bromas, o de las explicaciones de tamaña torpeza —Johnson estaba en medio de un fuerte catarro con trazas de ser una gripe—, su intervención supuso para muchos la revelación de que el emperador estaba desnudo. No tenía una visión clara de lo que perseguía para la economía del país en el medio y largo plazo.
Johnson había llegado a Downing Street en diciembre de 2019 con un discurso que le convertía casi en socialdemócrata, alejado de los postulados neoliberales y no intervencionistas del Partido Conservador reconstruido en los ochenta por Margaret Thatcher. Su promesa de levelling up (subir el nivel, reequilibrar) al país, a base de ingentes inversiones en infraestructuras, tecnología y economía verde en las zonas más deprimidas del norte de Inglaterra y de las Midlands (en el centro del país), ha rebajado drásticamente su ambición. En gran parte, por el enorme gasto público que ha supuesto el combate contra la pandemia. De nuevo, la ideología se mezclaba con la estrategia económica. Johnson quería ganarse definitivamente a todos los votantes de tradición laborista detrás del llamado “muro rojo”, que en 2019 se dejaron seducir por el populismo y la simpatía del político conservador, y que habían votado tres años antes a favor del Brexit en el referéndum de salida de la UE, para expresar su malestar con las élites económicas y políticas del país.
A mediados de noviembre, el Gobierno de Johnson se vio obligado a admitir que sus ambiciosas promesas para el norte iban a verse reducidas. El macroproyecto HS2, una línea de alta velocidad de ferrocarril que, después de unir Londres y Birmingham, se extendería en “Y” hacia el oeste (Mánchester) y el este (Leeds), tuvo que amputar su brazo oriental. No habría tren hacia Leeds, de momento, ni la mejora prometida en la conexión entre esta ciudad y Mánchester. “Esta era, sin duda, la primera prueba del prometido levelling up del Gobierno, y ha fracasado estrepitosamente, para decepción de los habitantes del norte. No te puedes creer ni una sola de las promesas de este primer ministro”, aprovechaba de inmediato el recorte el líder de la oposición laborista, Keir Starmer. Era, en cierto modo, una acusación injusta hacia un Gobierno que intentaba extraer recursos de debajo de las piedras para tratar de sacar adelante sus promesas electorales, truncadas por el golpe económico de la pandemia. La deuda del Reino Unido a finales de su año financiero, en marzo de 2021, era de 2,6 billones de euros, un 103,6% de su PIB. El déficit del país suponía 380.000 millones de euros, un 15,1% del tamaño de su economía.
Rishi Sunak, el ministro de Economía —quien ha mantenido intacto, e incluso elevado, su capital político durante la crisis y muchos señalan como sucesor de Johnson—, ha logrado transmitir la idea de que el Partido Conservador mantiene su disciplina fiscal. Su Carta de Responsabilidad Presupuestaria, presentada en el Presupuesto de este año, “impone que la deuda neta del sector público, en su porcentaje del PIB, debe reducirse de modo constante. Y, en circunstancias normales, el Gobierno solo podrá endeudarse para invertir en prosperidad y crecimiento futuro. El gasto corriente debe pagarse a través de impuestos”, aseguraba Sunak.
La respuesta del Reino Unido a la devastación que produjo la pandemia fue prácticamente la misma que la de los países de la UE. Su Job Retention Scheme (Programa de Retención de Empleos), muy similar en su concepción a los ERTE españoles, supuso destinar, hasta agosto de 2021, cerca de 100.000 millones de euros a sostener los puestos de trabajo que quedaron congelados. El Gobierno de Johnson ha adquirido una deuda extra de 580.000 millones de euros para hacer frente al embate del coronavirus. Y cuando ha llegado el momento de arrancar los motores, se ha enfrentado a la misma inflación desatada que en el resto de Europa, fruto de un incremento mundial de la demanda de bienes y servicios mucho mayor que las capacidades de la cadena de suministros, y un hambre mundial de energía que ha coincidido con una serie de disrupciones en el suministro, lo que se ha traducido en precios disparados.
Dilema monetario
En noviembre, la inflación del Reino Unido llegó a su nivel más alto en una década: un 5,1 %, y amenazó con apretar la soga en el coste de la vida de muchos británicos y desestabilizar el crecimiento del país. El Banco de Inglaterra (BdI) fue la primera autoridad monetaria en indicar su disposición a subir tipos, en un gesto de valentía que ahora ha decidido frenar. “Creemos que, en algún momento, será necesario subir los tipos de interés para recuperar el objetivo de una inflación sostenible. Y estamos preparados para hacerlo”, dijo el gobernador del BdI, Andrew Bailey, después de que el Comité de Política Monetaria de la autoridad monetaria británica decidiera el 30 de octubre, en una votación ajustada, mantener el precio del dinero en el 0,1%. Finalmente, el BdI cedía a las presiones y subía los tipos este jueves hasta el 0,25%. La presión de la inflación ha sido mayor que la incertidumbre provocada en todo el mundo, y especialmente en el Reino Unido, por la variante ómicron del virus. Nadie ha sido capaz aún de determinar su gravedad, ni cuál será su efecto en la economía mundial. Quizá produzca nuevos cuellos de botella en la cadena de suministro, o quizá enfríe la demanda al volver a constreñir el consumo privado.
No hay excepcionalidad para el Reino Unido, que se enfrenta a los mismos retos y desafíos que el resto de los países occidentales. Pero con lastres añadidos de su propia cosecha. Las fricciones cada vez más evidentes del Brexit, en logística y trámites aduaneros, recuerdan que el Reino Unido ha cambiado de la noche a la mañana su estructura de comercio, uno de los cambios más complejos y profundos que puede hacer un país. Ha pasado de formar parte de un mercado que englobaba 27 países y 400 millones de personas a enfrentarse en solitario a una globalización cada vez más compleja. “Si la pandemia ha sido el martillo, el Brexit ha sido el yunque”, aseguraba un importante economista español que ha seguido muy de cerca la evolución reciente del país. Ese vuelco tan profundo, acompañado de una normativa de inmigración excesivamente ideológica y con poco sentido práctico, ha llevado al Reino Unido a tener que competir en desventaja con el resto del mundo.