Un zapato puede ser lo más sencillo y lo más alambicado del mundo. Los expertos afirman que la liga del calzado se disputa en las distancias sutiles: las puntadas de una costura goodyear —en español, empalmillado—, la técnica de curtido de la piel y las convenciones del género son gestos capaces de contener siglos de historia. Ni una sandalia es tan simple ni un zapato clásico de cordones es tan inmóvil. Los cinco perfiles que protagonizan estas páginas ilustran los recorridos e inquietudes de varias generaciones de profesionales que en España están transformando y conservando los oficios del calzado. Hay un zapatero rural que refina la tradición desde un pueblo del Camino de Santiago, un diseñador que propone asombrosos zapatos de tacón sin género desde el oasis vanguardista de su estudio parisiense y dos arquitectos que comenzaron a diseñar para luchar contra el estrés y hoy buscan soluciones para que el calzado deje de ser molesto para siempre. Otro de los protagonistas de este reportaje ha tenido que viajar de Buenos Aires a Barcelona vía Florencia para defender que la artesanía no son solo métodos, sino ideas. Y en otro caso, la tecnología, la reconversión artesanal y el cambio de paradigma son factores necesarios para salvar una industria local marcada por la inmovilidad.
En un país que siempre ha presumido de potencia zapatera y donde hoy fabrican su calzado marcas de prestigio planetario, estas historias de éxito y esfuerzo demuestran que entre la pasarela y la zapatería de barrio existe una tercera vía que no rompe con el pasado, pero tampoco se queda anclada en él.
Los tacones inclusivos de Abra
Abraham Ortuño nació en Elche (Alicante), uno de los núcleos de la industria del calzado en España. “De pequeño, en el pueblo, jugábamos con los desechos de las fábricas”, recuerda. “Cogíamos los trozos de madera que habían sobrado de la fabricación de las hormas. Los pintábamos, les poníamos cuerdas y nos los atábamos a los zapatos. Estábamos diseñando sin querer”.
Ortuño dio sus primeros pasos junto a la diseñadora Elena Cardona, que en aquella época trabajaba creando accesorios para Maison Margiela. “Dibujaba bien, pero no era diseñador. Y quería hacer otras cosas”, recuerda. Fue Cardona quien le recomendó matricularse en un máster de accesorios en el prestigioso Institut Français de la Mode, en París. “Llegué sin hablar inglés ni francés, y mi forma de trabajar era un poco más loca”, apunta. Esa metodología fue la que hizo que el diseñador francés Jacquemus le eligiera para diseñar sus colecciones de accesorios. Después vinieron encargos con marcas como Givenchy, Paco Rabanne, Kenzo o JW Anderson. Y, por fin, su propia firma, Abra, desde la que trató de paliar una carencia en el sector. “Siempre me había frustrado que las marcas que admiro nunca hicieran un zapato más grande que el 41 cuando había gente dispuesta a comprarlos”, cuenta. Ahora, Abra produce en Alicante zapatos con tacón o con diseños y colores brillantes tradicionalmente asociados al público femenino, pero desde el 35 al 44. El pasado septiembre presentó además su primera colección de moda. Pero su centro, asegura, sigue en el calzado. Donde siempre estuvo.
La arquitectura secreta del calzado de Aldanondoyfdez
En 2011, Ignacio Aldanondo y Catuxa Fernández empezaron a acudir cada fin de semana al taller en el Raval del zapatero Pitu Cunillera. “Lo hacíamos como un hobby, para desestresarnos”, explican. En aquel momento tenían un estudio de arquitectura y les resultaba casi un ejercicio balsámico. “En la arquitectura delegas todo. La zapatería es más controlable. Otro maestro nos insistió en que aprendiéramos a dominar todo el oficio, de principio a fin”, recuerda Fernández. Primero abrieron un taller doméstico donde creaban zapatos para amigos. “Estuvimos tres años compaginando ambas cosas porque nos daba miedo”. En 2015 cerraron el estudio de arquitectura y se descolegiaron —”para evitar tentaciones”— y montaron Aldanondoyfdez: un taller pequeño que produce zapatos atípicos, delicados y resistentes con armazón conceptual.
“Cambiábamos la forma de construir el zapato para que se apreciasen los distintos elementos e intersticios. Creábamos efectos que llevaran al público a preguntarse el porqué y que nos sirvieran para explicar una técnica”. Ahora exploran formas de funcionalidad que resuelvan asignaturas pendientes. “Muchas veces llevamos zapatos que nos hacen daño, no son morfológicamente adecuados”, dice Aldanondo. “Estamos modificando nuestras hormas y confeccionando zapatos más blandos, sin tacón, que generen un efecto lo más parecido posible a caminar descalzos”.
Reaprender a hacer zapatos con Javier Morato
En la casa de Valverde del Camino (Huelva) donde se crio Javier Morato por las mañanas no olía a café, sino a piel. “Teníamos el taller al lado de casa y cuando las máquinas comenzaban a trabajar sabíamos que el dormir se había acabado”, recuerda. No era el único; su localidad onubense es famosa por sus botas camperas, “botos”, que llevan los peregrinos del Rocío y que vivieron una época dorada en los años ochenta. Sin embargo, aquel esplendor ha decaído. Y, paradójicamente, cuenta Morato, la única empresa zapatera que se ha creado en las últimas dos décadas es la suya, que también es la primera en tener tienda propia en Madrid. La fundó tras estudiar económicas y trabajar en la banca. “Le dije a mi padre que no tenía sentido que, habiendo zapateros en casa, tuviera que comprarme zapatos fuera”, recuerda. Era una cuestión de oportunidad: aprovechar la artesanía de la zona para hacer calzado masculino clásico, un producto que, curiosamente, nunca se había fabricado en la zona.
Tomó la decisión en 2012, pero hasta 2017 no presentó su primera colección. Entre tanto, formó a sus empleados, desarrolló maquinaria y construyó un taller distinto. Asegura que ese ha sido el principal reto: “Sacar a un artesano de lo que lleva haciendo toda la vida”. Por ello, cuenta, las ambiciones de su taller —amplio, luminoso, con grandes ventanales— no es tanto crear una marca, “como un reposicionamiento de una industria local”. Por eso, entre sus planes está desarrollar aulas de formación dual, estrategias de transparencia y para garantizar la trazabilidad de las pieles.
Las botas del artesano Ramón Laia recorren el mundo
Cuando Ramón Laia era niño, en su Melide (A Coruña) natal había “al menos ocho talleres” dedicados al calzado. “Esta era una tierra de zapateros, y en los sesenta, cuando había menos calzado de fábrica, aquí se hacían los zapatos para usar a diario. Luego la industria lo fue acaparando todo y los zapateros fueron desapareciendo. Yo me quedé porque empecé de niño, fui aprendiendo y abrí mi taller”. Corrían los años ochenta cuando este gallego inauguraba su negocio e incrementaba poco a poco la complejidad de sus productos. Primero, sandalias y mocasines. Después, sus modelos más vendidos: una bota de montañismo y otra más recia, de piel vuelta, para trabajar en el monte. En la plaza de Melide, la vitrina de su tienda y taller refleja la fachada de la iglesia de esta localidad en las últimas etapas del Camino de Santiago.
Por eso, cuenta, muchos de sus clientes son peregrinos que encargan modelos para llevarse a casa como recuerdo y, tal y como pronto descubren, como calzado diario. “Muchos repiten”, cuenta. “La clave está en el curtido vegetal de la piel y en el forro, de lana de oveja. Al calentarse el zapato, la suela se moldea, toma la forma del pie y se vuelve muy cómodo”. La técnica del empalmillado —lo que los anglosajones llaman goodyear— le aporta resistencia al zapato y los diseños clásicos admiten distintos usos. A un ritmo de producción de un par al día, Laia acude a ferias igual que sus antecesores, aunque ahora ya no son las de los pueblos de los alrededores, sino las de artesanía que se celebran en toda España.
La ergonomía, la técnica y la tradición de Norman Vilalta
“Para mí, hacer zapatos como hace 150 años es un error, pero hacer zapatos con el conocimiento que tenemos desde hace 1.000 años es un acierto. Eso es artesanía”. El argentino Norman Vilalta aprendió en un taller de Florencia las dos cosas fundamentales para dedicarse al calzado. “La primera es a tener testa di calzolaio, cabeza de zapatero. La segunda, que hay muchas cosas que no sabes y hay que aprenderlas”. Tras su paso por la ciudad toscana, Vilalta, que antes trabajaba como abogado en Buenos Aires, abrió su propio taller en Barcelona. Los primeros tiempos, cuenta, los dedicó a experimentar. A plantearse retos imposibles, como elaborar un zapato empleando solo 13 herramientas, o utilizar rafia, semillas y flores en sus prototipos. “Mi búsqueda es por expresarme, encontrar belleza y cambiar las cosas”. En la actualidad, con un equipo de cinco artesanos, Vilalta cuenta con un modelo de negocio híbrido. Por un lado, zapatos que confecciona en pequeñas tiradas y vende casi como drops, a un ritmo de tres modelos nuevos al mes. Por otro, distintas formas de personalización que van desde el hecho por encargo (entre cuatro y cinco meses) hasta un proceso a medida que puede extenderse un año. Sus clientes están en todo el mundo gracias a ventas efímeras en talleres de sastrería y tiendas internacionales. Su sello, asegura, no está en la nostalgia de otras épocas, sino en una forma de aplicar detalles, siluetas, acabados y pátinas a zapatos flexibles y ligeros y extraordinariamente sutiles. “La idea es lo más importante”, sentencia.