Cuesta encontrar un denominador común en la carrera imprevisible y diversa de Rodrigo Cortés (Orense, 1973), atrapar el hilo que cruza propuestas como Concursante, Buried o Luces rojas. No obstante algo hermana esos proyectos: su autor los abrazó con el miedo de no pisar tierra firme, suponían un riesgo. Ahora, aliado con el escritor alemán David Safier (Maldito karma, Miss Merkel. El caso de la canciller jubilada), Cortés recrea en El amor en su lugar la emocionante historia real de un grupo de actores judíos que interpretan una comedia en un teatro del gueto de Varsovia. Un largometraje que presentó fuera de concurso en Sevilla y que llegará a los cines el 3 de diciembre.
–No se ha contado apenas cómo, pese a todo, seguía la vida en el gueto de Varsovia.
–Tendemos a confundir el imaginario del campo de concentración con el del gueto, y no era lo mismo lo uno que lo otro. Evidentemente estar en el gueto no era como andar de vacaciones, no eran unas condiciones idílicas, pero la vida seguía y de una manera muy compleja. Los ricos tenían acceso a cosas impensables para los pobres, como la carne, o productos que se podían conseguir gracias al contrabando, mientras los muy pobres no le importaban a nadie, y si morían de frío los cadáveres se quedaban en la calle, los demás parecían inmunizados ante estas visiones y seguían adelante. La gente trataba de hacer lo que hacía antes, así que el que era artista trataba de seguir siéndolo. La de esta película era una historia muy bonita que debía ser contada. Gente que está en medio de un contexto muy duro y que quiere vivir media hora más, que siente que tiene algo que hacer aún y que quiere llevarlo a cabo.
–Salvando las distancias con un episodio tan terrible como el Holocausto, el mensaje tiene vigencia hoy: la cultura puede darnos consuelo en la adversidad.
–Siempre, por oscuro que sea el entorno, hay una posibilidad de abrir una grieta en alguna parte, que entre algo de luz. La época de la película es determinante, se nos ocurren pocos océanos de oscuridad más densos que el de la Segunda Guerra Mundial. Pero, incluso ahí, igual que en Jurassic Park se decía que la vida se abría paso, de algún modo, aquí el arte se abre paso. Porque es una pulsión, ni siquiera es una responsabilidad, una misión, es algo que el artista no puede evitar hacer y, en consecuencia, va a seguir haciendo, sean como sean las circunstancias.
–Asegura que, igual que Buried le habría gustado a Hitchcock, El amor en su lugar habría seducido a Orson Welles.
–Ya sabemos que el amor de Welles por el teatro era profundo, pero eso se combinaba además con un componente muy cinematográfico. Tenías que orquestar un mecanismo de relojería en un relato en el que no para nada. Por ejemplo, uno de los actores puede salir de la obra y tener una conversación muy dura entre bastidores, pero nosotros seguimos oyendo la obra, y, si se acaban los diálogos o la canción en escena, ese actor se tiene que reincorporar... Todo esos detalles acababan formando un circo difícil de manejar.
–Afirma que es el miedo el que le lleva a elegir sus proyectos.
–Generalmente tratas de protegerte, y es lógico y razonable, pero si lo haces demasiado te encuentras realizando lo mismo una y otra vez, por eso de que ya sabes hacerlo. En ese sentido el miedo es una buena guía, si te metes en un lugar del que no estás seguro de ser capaz de salir vivo, seguramente vas a salir un poco más listo que cuando entraste.
–Hay una larga tradición de películas de cómicos, de El viaje a ninguna parte a Balas sobre Broadway. ¿Cuáles vio antes del rodaje?
–Más que verlas yo, hice una lista para los actores. Ser o no ser, Vania en la calle 42, Cabaret... Les dije que el ritmo que íbamos a seguir en el fragmento de comedia estaba en Uno, dos, tres, pero también les recomendé Berlín Occidente, que es una de mis películas favoritas de Billy Wilder aunque se considere una obra menor. Y en ese grupo incluí también Noises Off!, de Bogdanovich, a la que en España pusieron el horrible título de ¡Qué ruina de función!. Y les sugerí también Cisne negro, para que entendieran que lo nuestro no iba a ser teatro filmado, que la cámara sería muy física, contemporánea.
–Es uno de los directores que ha hecho las nuevas Historias para no dormir. ¿Cómo es reescribir a Chicho Ibáñez Serrador?
–Con Chicho había dos opciones: o sentirte aplastado por el peso de su larga sombra o sentirte acogido bajo su paraguas. Decidimos que lo que hacíamos era un tributo, lo planteamos desde el agradecimiento, y eso nos quitó presión. Él habría hecho lo que le habría dado la gana, y los cuatro decidimos lo mismo, tomar esa libertad, por todas las puertas que abrió...
–Estos últimos meses ha triunfado como novelista con Los años extraordinarios.
–Yo no confundo las dos disciplinas. La literatura pura es muy poco adaptable al cine, y el cine, el arte de la acción, es en general poco literario. El éxito del libro demuestra que no sabemos nada, porque era una apuesta que no se ceñía precisamente a las convenciones.