La cantidad de ropa, calzado y accesorios acumulados por cada ciudadano europeo se ha incrementado en un 40% durante estas últimas décadas. Y el 87% de esa mercancía acaba invariablemente incinerada o en basureros donde su lenta degradación garantiza decenios de emisiones de gases de efecto invernadero. Menos del 1% vuelve a tener uso. Las cifras bailan según a quién se acuda, véase el cacareado promedio de vida de una prenda antes de desecharla: 7 veces, informan unos; 10, cuentan otros. En lo que hay acuerdo unánime es en que semejante bucle de sobreproducción y rápido desecho resulta ya insostenible.
Reciclar y reutilizar de forma creativa los restos del naufragio textil son dos de las soluciones en las que más se incide ahora mismo. Por eso llama la atención un apunte de un reciente informe de la comisión del Parlamento Europeo encargada del plan de acción para la economía circular: “La manera en que la gente se deshace de la ropa que no quiere ha cambiado: la tira en lugar de donarla”. La ONG Oxfam informa: casi el 20% de los jóvenes de la generación Z aseguran que, una vez que aparecen con un look en Instagram, no vuelven a ponérselo nunca más.
Aun así, o precisamente por ello, en 2030 el mercado de la moda usada tendrá un valor aproximado de 84.000 millones de euros. El dato definitivo es este: se trata del segmento textil de mayor crecimiento, tanto que dobla las estimaciones de la moda rápida. “Desplazar el consumo de ropa nueva por la de segunda mano significa que aún es posible cambiar el sistema”, concedía en junio al portal WWD Karen Clark, responsable de comunicación de ThredUp, una de las mayores empresas especializadas en la compraventa electrónica de prendas y accesorios usados. La lista de plataformas digitales semejantes no para de crecer.
Detrás del fenómeno, la preocupación por la salud del planeta. Una motivación expresada en especial por los más jóvenes, decididos a no seguir contribuyendo a la proverbial huella de carbono de la industria textil, pero también seducidos por el valor de moda de lo vintage y exclusivo, ahora que comprar usado parece haberse sacudido definitivamente el estigma de solución indumentaria para personas sin recursos. La cuestión no deja de ser relevante, teniendo en cuenta la precariedad a la que deben hacer frente muchos mileniales y centenials.
“Es una solución para quienes quieren gastar menos sin dejar de darse un capricho ni comprometerse en calidad”, expone Beatriz Warleta. Fundadora de la plataforma online española de compraventa de piezas de lujo usadas Good Karma, en su explicación va implícita la verdadera naturaleza de esta práctica: el ahorro. De ahí el nombre que se les da a los establecimientos de artículos de segunda mano en inglés, thrift shops, tiendas de ahorro, origen de una genuina cultura en Estados Unidos que celebra hasta con su propio día nacional (el 17 de agosto).
De necesidad económica a estrategia estética, para acabar en respuesta ética. He ahí el ciclo histórico del consumo de segunda mano. La cosa empieza por la caridad, la pobreza. “En busca de fondos para financiar sus programas de ayuda a los más necesitados, grupos de filiación cristiana como Goodwill o el Ejército de Salvación legitimaron el negocio de la ropa usada a finales del siglo XIX”, explica Jennifer Le Zotte, profesora de la Universidad de Carolina del Norte y autora de From Goodwill to Grunge: A History of Secondhand Styles and Alternative Economies (De la buena voluntad al grunge: una historia de estilos de segunda mano y economías alternativas). En este libro de 2017, la historiadora da cuenta de cómo lo que comenzó como una empresa cuestionable derivó en una práctica monetariamente pingüe, culturalmente influyente y de espectro político conservador y progresista por igual.
La mala fama inicial terminó disolviéndose en cuanto el crash de 1929 y la consiguiente Gran Depresión alcanzaron a toda la sociedad (y no era de recibo hacer ostentación), una coyuntura que se repetiría en Europa con la posguerra. Y entonces llegó la paradoja: por un lado, las prendas y accesorios usados fueron elevados a la categoría de vintage merced al hito empresarial de Sue Salzman, socialite neoyorquina que revendía abrigos de piel comprados en tiendas del Ejército de Salvación en su apartamento de Greenwich Village, a mediados de la década de los cincuenta; por otro, se significaron como indumentaria rebelde y contestataria, símbolo del desprecio a la burguesía y el capitalismo en clave beatnik (el poeta Allen Ginsberg hizo de la estética thrift shop su seña de identidad) y hippy (Janis Joplin, Jimi Hendrix, Eric Clapton, Mick Jagger y las huestes de la psicodelia que iban a I Was Lord Kitchener’s Valet, proveedora de apolilladas guerreras militares en los días del Swinging London).
El uso contracultural de la ropa de segunda mano es tan significativo que sirvió incluso de herramienta en la lucha por los derechos LGTBI a finales de los sesenta. Homosexuales, lesbianas, trans y drag queens recurrían a las thrift shops para poder probarse y comprar las extravagancias que les apetecieran sin levantar sospechas. Aquellas visitas les sirvieron para tomar contacto unos con otros y empezar a organizarse como resistencia. Y a mediados de los setenta, el punk y la política del do it yourself (hazlo tú mismo) hicieron el resto para la moda. Malcolm McLaren y Vivienne Westwood vendiendo ropa y zapatos viejos de estilo teddy en su tienda Let It Rock. Patti Smith componiendo el hoy icónico estilismo andrógino de su álbum de debut, Horses (1975), enteramente con prendas del Ejército de Salvación. La new wave de los ochenta luciendo retro gracias a los mercados de pulgas, donde se surtían las llamadas tribus urbanas (el Rastro madrileño era un hervidero de mods, rockers, siniestros y demás familias buscando uniformar sus identidades). El existencialismo adolescente grunge de los noventa sacándole otra vez el dedo a la sociedad acomodada al vestir sus descartes, con los que difuminaba los roles de género y de clase social. Tiene sentido que el activismo actual continúe tal tradición como marca visual de la juventud declarada en rebeldía. Aunque no deja de resultar curioso cómo el discurso de la sostenibilidad ha terminado hermanando la narración indumentaria de la protesta con la más frívola y hasta aspiracional emoción de lo vintage.
“Comprar no se limita a adquirir cosas. Se trata de establecer una conexión con ellas, de entablar una relación. Es precisamente este vínculo el que hoy ha crecido”, decía el diseñador Alessandro Michele al presentar Vault, flamante boutique virtual en la que Gucci va a despachar sus viejos tesoros recuperados y restaurados. Y remataba inquiriendo: “¿Por qué una casa de moda con un director creativo no puede tener un espacio para la contaminación expresiva, estética y social?”. Sabiendo que a nadie le amarga un gucci —es la etiqueta más valorada y buscada también en términos de segunda mano—, por qué no.