Este tema fue publicado en el número de enero de 2022 de Vogue España.
Hasta los veintidós años metía todos los problemas debajo de la alfombra. Quien dice alfombra, dice también una montaña de ropa, tacones y pendientes de hojalata. Ponía la incapacidad de afrontar mis problemas al servicio de aquellos que ofrecen satisfacción inmediata en forma de prendas: el fast fashion. Estoy triste, compro. Tengo ansiedad, vuelvo a comprar. Total, es tan barato que ni siquiera tengo que pensar. Es tan barato que ni me duele que se rompa en dos lavados. Las tiendas de fast fashion me permitían vivir así, llenando el vacío que sentía con ropa, sin tener que darle muchas más vueltas a mi cabeza. Era un subidón de serotonina a golpe de tarjeta que duraba apenas unos segundos, los suficientes para olvidar que no me gustaba mi trabajo de maestra y mucho menos mi ex.
Nada como que te pongan los cuernos para darte cuenta de que lo que necesitas de verdad es un abrazo y no el bolso de lentejuelas de moda. A no ser que se lo vayas a tirar a la cabeza, entonces sí. Abrazo y bolso. Fue así como dejé de comprar por impulso, por inercia y sin que realmente me gustase. Me quité de encima lo que no me hacía feliz: el poliéster y un novio que, como dice mi abuela Rosario, no me quería bien.
Yo no tenía adicción a la ropa, sino a la emoción que yo creía que iba a conseguir con la compra: felicidad, alegría, amor. Buscaba el amor en todos los lugares equivocados. Como si comprando se me fuera a olvidar todo lo que iba mal en mi vida o mi sueño de ser diseñadora. Esas emociones que anhelaba nunca se quedaban por mucho tiempo. Volvía a sentirme vacía y una vez más, a comprar. Este tipo de vida no es sostenible, así que llegó el día en el que no me quise mentir más y en el que pedí que ese amor que buscaba fuera, saliera de dentro. Yo no dije ‘basta ya’ a la moda rápida por lo que representa para el mundo, le dije ‘basta ya’ por lo que me suponía a mí: verdadera ansiedad. La primera decisión de no consumirla la tomé de manera egoísta, para mi paz. La decisión de mantenerme así, a día de hoy, es altruista. La primera vez que dije ‘hasta aquí’, no fue ni por cómo cosían, ni en qué país, ni por las personas detrás de sus máquinas de coser. Fue por mi beneficio. Para mi salud. Después, abrí los ojos y vi que la canción que sonaba era otra que no quiero apoyar más con mi dinero.
Creemos que rechazamos algo diciendo: “No, esto no me gusta. Esto no lo quiero”. Pero no creamos nuestras vidas por exclusión sino por inclusión. Diciendo sí a lo que queremos. Y yo lo que quiero es productos hechos a mano por diseñadores a los que todavía les pesa más el corazón que la cartera. Por mucho que todos hagamos y nos merezcamos vivir de nuestro talento. Quiero prendas que me den paz, que las mire y me hagan soñar, que me duren. No se trata tanto de mirar a lo que no te gusta y decir ‘basta’, como de decir ‘ven’ a lo que te sienta bien, decir ‘sí’ a quien eres de verdad.